Capítulo I: El Estado y el mito
El Estado no es un dios,
pero se construyó como si lo fuera.
Una forma vacía que exige devoción,
sin alma, sin cuerpo, sin tierra.
No nació del pueblo,
sino de su miedo,
de una promesa abstracta
firmada con tinta y plomo.
El mito lo sostiene:
la bandera, el himno, la ley sin ley.
Se arropa en libertad
pero guarda bajo el brazo
el contrato de la exclusión.
No representa, absorbe.
No protege, condiciona.
El ciudadano es una sombra
frente al neón del mercado
y la mirada de los drones.
El Estado es hoy una escenografía,
un teatro de poder donde
se aplaude la violencia legal
y se silencia al que piensa.
Pero el mito se resquebraja
cuando la juventud despierta.
Cuando deja de obedecer por inercia
y empieza a preguntar por su destino.
¿SE PUEDE PENSAR EN LA FALTA DE UNA REVOLUCION TODAVIA?
Sí, se puede pensar en la falta de una revolución todavía, sobre todo si entendemos la revolución como un cambio estructural profundo que transforme la sociedad desde sus cimientos. Aunque ha habido movimientos y procesos de transformación en distintas épocas y regiones, muchos de ellos han sido absorbidos por el sistema, neutralizados o simplemente han quedado en reformas parciales sin un cambio de paradigma real. El problema radica en que el mundo sigue girando bajo las mismas lógicas de poder, con una economía globalizada que prioriza el capital sobre el bienestar humano, con estructuras políticas que rara vez representan genuinamente a los pueblos y con una sociedad que ha sido moldeada para aceptar esta realidad sin cuestionarla demasiado. La tecnología ha avanzado, pero las relaciones de poder siguen intactas o, en algunos casos, se han vuelto aún más opresivas mediante mecanismos más sofisticados de control. Una revolución pendiente no necesariamente tendría que ser violenta ...
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