## Occidentados por accidente ### Crónica del extravío europeo en el teatro global Europa fue una promesa. Lo fue para sí misma y para el mundo. Promesa de razón, de justicia, de arte, de comunidad. Fue la patria del humanismo, del pensamiento ilustrado, de las revoluciones que aspiraron —aunque fracasaran— a transformar la historia desde la dignidad. Pero esa promesa se ha convertido, hoy, en un espectáculo. No un espectáculo trágico, que aún conservaría la nobleza de lo humano, sino uno de variedades: de marketing institucional, de conciertos conmemorativos, de días internacionales con hashtags. Europa ya no es actor, ni siquiera antagonista: es decorado. Su moral pública se reduce a homenajes y burocracia emocional, mientras permite, a la vista de todos, que miles de personas mueran cada año en el mar Mediterráneo intentando alcanzarla. Timothy Garton Ash dice que Occidente ha dejado de existir como actor geopolítico. Y tiene razón, si entendemos "actor" como quien interviene con conciencia y dirección en el devenir del mundo. Pero, ¿cómo interpretar entonces esa frontera sur que actúa como fosa común? ¿No es acaso eso —esa muerte sistemática, normalizada, blanqueada en cifras— la forma más perversa de intervención geopolítica? Lo que llamamos Europa es hoy una ficción institucional sostenida por los restos de su poder económico, su industria cultural y su capacidad de simulación. En lugar de comunidad política, ofrece una gestión de intereses. En lugar de hospitalidad, protocolo migratorio. En lugar de memoria, liturgia. Europa conmemora el Holocausto, pero sostiene políticas migratorias que normalizan el naufragio. Organiza conciertos de música clásica en plazas adornadas, mientras externaliza sus fronteras a países con prácticas abiertamente inhumanas. Celebra cumbres climáticas mientras subvenciona industrias extractivas. Su estructura institucional parece no saber —o no querer saber— qué tipo de verdad está sosteniendo. Y quizá esa sea su tragedia: haber perdido el sentido del mundo, y con él, el sentido de sí misma. La ciudadanía europea, atrapada entre el miedo al otro y el culto al confort, ha sido progresivamente despolitizada. Se vive bajo la ilusión de que elegir entre partidos cada cuatro años es participación. Que comprar productos ecológicos es activismo. Que expresar una opinión en redes es compromiso. Todo ha sido reducido a performance. ¿Dónde está, entonces, la comunidad? ¿Dónde el cuerpo político? ¿Dónde la razón humana, que debía guiar el destino colectivo? Quizá Europa se ha vuelto irrelevante no porque haya perdido poder, sino porque ha abandonado su misión histórica. Y sin misión, solo queda gestión. Sin horizonte, solo queda repetición. Sin alma, solo queda mercado. Este texto no es nostalgia. Es un intento de nombrar una caída. Porque quizá al nombrarla podamos comenzar a imaginar otra cosa. No una Europa imperial ni redentora, sino una tierra común, abierta, crítica, capaz de asumir su historia y, por fin, de mirar más allá de sus vitrinas. Una Europa que no sea accidente, ni museo, ni eslogan. Sino presencia viva. Y lucha compartida.

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